En cada capítulo de Bones hay algún muerto sobre una de esas frías camillas metálicas con cavidades para que no se encharque con la sangre. Rígidos los músculos, blanca la piel, una enorme cicatriz indisimulada en forma de V sobre el torso. Ninguno de los aguerridos inspectores de la ficción televisiva, a medio camino entre científicos y policías de combate, podría resolver sus casos sin la ayuda de los forenses que examinan a los cadáveres para averiguar qué les llevó hasta su fría sala de autopsias.
Pero el caso de casi cualquiera de las ficciones policiales de la televisión, es una rara avis en las escuelas de medicina. Como ya contábamos meses atrás, y a pesar de los escándalos por los cadáveres de la Universidad Complutense, el estudio de la anatomía en las escuelas de medicina ha vivido un bache en los últimos años precisamente por el progreso médico que a él se debe.
Ian Parkin, profesor de Anatomía Clínica en la Universidad escocesa de St. Andrews, explica en un artículo en The Conversation cómo la práctica anatómica ha vivido en estos últimos dos siglos un proceso de auge que han acabado en una irremediable caída en las últimas décadas.
La práctica de llevar cadáveres a los alumnos para que, a través de su disección, aprendieran anatomía ha ido cayendo poco a poco en desuso. En su lugar surgen otro tipo de estudios ayudados por la radiofísica o la alta tecnología: medicina molecular, estudios genéticos y complejos procesos celulares que requieren más de las máquinas que de la examinación fría de un cuerpo sin vida. El problema de esta tendencia era que, al final, cirujanos, anestesistas y algunos otros profesionales médicos acababan necesitando formación suplementaria para compensar sus carencias en lo que al contacto directo con los cuerpos se refería.
Cuenta el profesor Parkin que esto no siempre fue así. A finales del siglo XIX había tal demanda de cuerpos para investigar que William Burke y William Hare asesinaron a 17 personas en Edimburgo para vender sus cuerpos al profesor Robert Knox en uno de los casos más sangrientos que recuerda Escocia. A partir de aquello, y en sucesivas ocasiones hasta nuestros días, la obtención de cuerpos para estudio clínico se reguló y oficializó para evitar casos escabrosos y atajar leyendas urbanas.
Pese a las regulaciones, y con el tiempo, han ido surgiendo otros escándalos. Él habla en su artículo del hospital Alder Hey, que almacenó restos humanos y órganos sin consentimiento de víctimas o familiares, y nosotros conocimos el ya citado caso de la Universidad Complutense de Madrid en cuyos sótanos se almacenaban decenas de cadáveres embalsamados sin mayores medidas sanitarias.
En cualquier caso no fueron los escándalos, sino la propia evolución médica la que hizo que la investigación anatómica dejara de interesar tanto. El estudio de nuestro cuerpo tuvo como foco de interés el funcionamiento de nuestros órganos y cómo cada parte de nuestro organismo funcionaba en relación con el resto. Ahora los retos son distintos, y para su análisis no se necesitan bisturíes o escalpelos, sino maquinaria tomográfica y computación avanzada.
Ahora hay cierta vuelta a los viejos hábitos para responder a las lagunas formativas que muchos profesionales médicos han experimentado en la última década y media, al menos en algunas áreas, por la pérdida de esta práctica: aunque el objetivo ya no sea descubrir, sí sigue siendo valiosa para aprender. Y en ese ámbito, aunque sea el único, la disección anatómica vuelve a practicarse.
Como el propio profesor Parkin cuenta, en su universidad utilizan unos 24 cuerpos al año para unos 480 alumnos en total. Hay maestros que pueden enseñar muchas cosas hasta después de muertos
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