Después del parto, aumenta la materia gris en las zonas relacionadas con el cuidado del niño.
Traer un hijo al mundo es una experiencia inigualable. En especial para la madre, que lo ha llevado nueve meses en su seno. Desde el punto de vista evolutivo, la gestación supone una gran inversión, por lo que asegurar el cuidado y supervivencia del recién nacido es de vital importancia. Para lograrlo, durante el embarazo comienzan una serie de transformaciones en el cerebro que ponen en marcha el instinto maternal. Gracias a ellas, la madre pasa de estar centrada en su propia existencia a volcarse en el cuidado del bebé, que ahora, y durante un largo periodo de tiempo, dependerá de ella para sobrevivir.
Tras el amor de madre, que nos parece sublime y que ha ido perfeccionándose en la escala evolutiva, se esconde la química cerebral. A diferencia de los reptiles, los mamíferos reemplazaron la estrategia de poner muchos huevos y apenas cuidarlos por la de tener cada vez menos crías y protegerlas mejor desde antes del nacimiento. La encargada de poner en marcha los cuidados maternos fue la oxitocina, conocida también como «hormona del amor».
Inicialmente esta pequeña y primitiva proteína se encargaba de mantener el balance adecuado de sal y agua. Luego se empezó a ocupar de las conductas reproductoras y maternales. Producida en el hipotálamo, la región del cerebro encargada de coordinar las conductas esenciales para supervivencia, la oxitocina actúa como hormona y como neurotransmisor. Su liberación al final del embarazo provoca las contracciones durante el parto y la producción de leche.
Con posterioridad esta neurohormona extendió la preocupación por la prole en círculos concéntricos cada vez más amplios, primero a la pareja, lo que le valió su apodo más famoso de «hormona del amor», y después a la familia extensa y otros miembros de la tribu. De ahí que se conozca también como «hormona del apego».
Gracias a esta hormona, nuestro cerebro se fue «cableando» para mantener relaciones afectivas con nuestros semejantes. Y uno de los más primitivos y fuertes en todas las especies es precisamente la estrecha relación entre una madre y sus hijos. Y al parecer los niveles de oxitocina durante el primer trimestre de embarazo predicen la fuerza del vínculo materno-filial, según una investigación de la Universidad Bar Ilán, de Israel. Las madres con niveles más altos tenían un mayor apego hacia su bebé: le miraban, hablaban y acariciaban más y tenían más muestras de afecto hacia él.
La cuna del «amor de madre» parece estar localizada en el hipotálamo, precisamente el lugar del cerebro donde se produce la oxitocina. En concreto, este comportamiento de todas las hembras de los mamíferos, incluida nuestra especie, parece residir en el área preóptica medial. Se ha comprobado que las lesiones localizadas en esta zona interrumpen los cuidados maternales en ratas, explican Craig Kinsley y Elisabeht Meyer en un artículo publicado en la revista «Investigación y Ciencia».
Mientras estaba a punto de dar a luz su segundo hijo, Elisabeth Meyer, como neurocientífica, estudiaba los cambios que se producen en el cerebro durante la gestación. Aunque eso no le evitaba las molestias propias del embarazo, señala, al menos le proporcionaban cierto consuelo, porque los conocimientos científicos que iba adquiriendo le revelaban las alteraciones positivas que se iban produciendo en su propio cerebro.
Así supo que los mareos que experimentaba eran una secuela de ese cambio gradual del cerebro para adaptarse a la maternidad y hacer frente a la gran exigencia que supone. Averiguó que, a cambio, después del parto se incrementa la materia gris en determinadas áreas del cerebro relacionadas con la planificación y la integración sensorial, la resistencia al estrés, la atención selectiva y algunos tipos de memoria. Todas estas áreas están implicadas en el cuidado infantil.
Además, las fluctuaciones hormonales favorecen la aparición de protuberancias diminutas en las neuronas, denominadas espinas dendríticas, que aceleran el procesamiento de la información. Tal vez por eso, señala Meyer, las madres pueden convertirse en «multitarea», atendiendo a varias cosas a la vez sin sucumbir en el intento.
Tras el parto, la influencia hormonal pasa a un segundo plano y es la interacción con el bebé la que alimenta el «amor de madre», que como en el conocido eslogan aumenta día a día. «Un recién nacido hace todo lo posible por atraer la atención de la madre.
Su llanto, su olor único y el modo de agarrar con sus deditos los de su madre actuán como un puñado de sensaciones sobre el sensible sistema nervioso materno», señala Meyer. Con las caricias, se produce oxitocina en la madre y el bebé, que afianza el vínculo entre ambos.
Los lazos que se crean en esta etapa de la vida son decisivos para la salud física y también psicológica y mental del pequeño, según un estudio llevado a cabo por la Universidad de Emory que fue publicado en la revista «Frontiers in Behavioral Neuroscience».
Esa interacción provoca cambios en el cerebro del bebé que determinarán su respuesta a las demandas del entorno, no solo en los primeros años sino también en la vida adulta. Un buen apego le hará más resistente al estrés y a los trastornos mentales. Y es que el amor de madre es también el mejor «seguro» médico.
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